Con la historia de inmigración que tenemos en Argentina, vimos nacer, crecer y reproducirse a toda una nación variopinta e interesante que confluye en costumbres diversas, valores heredados y en tradiciones culinarias de vasto contenido y múltiples gustos. Nada que cuestionar al respecto. Es hermoso ver desplegar en nuestros hijos la historia propia.
Ahora, uno de los valores que nos transmitieron estos inmigrantes que llegaron con nada más que los vínculos que los unían, fue el respeto y el valor de la familia. Fundado, por supuesto, en la situación coyuntural en la que estaban: personas sin dinero ni trabajo, tratando de que la suerte y el esfuerzo, les proveyera un buen augurio y pudieran salir del trance y los avatares de la radicación en otro lugar.
Es comprensible que entendieran y transmitieran eso a sus hijos, es entre la familia que nos ayudamos hasta que todos tengamos trabajo, casa y comida. Lo básico que se solidificó desde entonces como sentido común para sobrevivir.
Estos valores, arraigados y genuinos, se fueron transmitiendo de generación en generación al punto de que, aquel que cuestionara a los miembros de la familia, a sus tradiciones o costumbres o a algún que otro vínculo tóxico; es expulsado o excluido del grupo. El típico cisne negro u oveja negra, el que sobresale y se diferencia de la uniformidad que reproduce las tradiciones acríticamente, ese es sesgado por los demás en un afán por defender a ultranza aquello que nos define e identifica, nos incluye, nos hace parte.
La pregunta es ¿hasta dónde sigue siendo saludable alimentar vínculos que no son sanos o constructivos?
En consultorio buscamos sostener las relaciones y no romperlas. Pero, trabajamos también sobre echar luz a lo que nos hace mal y mantener una prudente distancia entre formar parte del grupo, sostener la familia, pero sin diluirnos en el camino.
Cuestionar lo dado, diferenciar parientes de familia, amor de herencia… es un desafío para las nuevas generaciones.
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